El antiguo Alcázar de Madrid
En la época en que los musulmanes dominaban la península, el emir Muhamad I construyó, en el siglo IX, una pequeña fortificación que era el núcleo central de la ciudadela islámica de Mayrit.
Un recinto amurallado de aproximadamente cuatro hectáreas, integrado, además de por el castillo, por una mezquita y por la casa del gobernador o emir. Su ubicación tenía un gran valor estratégico, dado que permitía la vigilancia del camino fluvial del Manzanares. Actualmente no existen evidencias ya que sirvió de cantera para los nuevos edificios cristianos. (Figura 1)
Tras la conquista del Madrid islámico en el 1083 por Alfonso VI y ante la necesidad de alojar a la corte castellana itinerante en sus numerosas estancias en la ciudad, se construyó un nuevo alcázar, al norte del primer recinto amurallado. El viejo castillo cristiano fue objeto de diferentes ampliaciones con el paso del tiempo, quedando la estructura original integrada dentro de los añadidos. Así puede observarse en algunos grabados y pinturas del siglo XVII, en los que aparecen, en la fachada occidental (la que da al río Manzanares), cubos semicirculares que desentonan con el diseño general del edificio. (Figura 2)
La dinastía de los Trastámara convirtió el edificio en su residencia temporal, de tal modo que, a finales del siglo XV, el alcázar de Madrid era ya una de las principales fortalezas de Castilla y la villa madrileña sede habitual en la convocatoria de las Cortes del Reino. En consonancia con su nueva función, el castillo incorporó en su topónimo el apelativo de real, indicativo de su uso exclusivo por la monarquía castellana.
Enrique III levantó diferentes torres, que cambiaron el aspecto del edificio, otorgándole un aire más palaciego. Su hijo, Juan II, construyó la Capilla Real y añadió una nueva dependencia, conocida como la Sala Rica por su suntuosa decoración. Estos dos nuevos elementos, levantados junto a la fachada oriental, supusieron ampliar la superficie del primitivo castillo aproximadamente en un 20% más. (Figura 3)
Enrique IV fue uno de los reyes que más frecuentaron el lugar. Residió en el Alcázar durante largas temporadas y en él nació el 28 de febrero de 1462 Juana la Beltraneja. En 1476, los seguidores de Juana fueron sitiados en el edificio, en el contexto de las disputas por el trono de Castilla con Isabel la Católica. El recinto acusó daños de consideración durante este cerco.
Carlos I amplió el edificio, en lo que puede considerarse como la primera obra de importancia en la historia del Alcázar. Esta remodelación se relaciona probablemente con la voluntad del emperador de fijar la Corte de forma definitiva en la villa de Madrid, algo que no se materializó hasta el reinado de Felipe II. En vez de derruir el incómodo y anticuado castillo medieval, el emperador tomó la decisión de utilizarlo como base para la edificación de un palacio. La nueva construcción siguió llevando el nombre de la fortaleza preexistente, Real Alcázar de Madrid, pese a que, siglos atrás, ya había perdido su función militar. (Figura 4)
Su aportación más valiosa fue la construcción de unas nuevas salas para la reina, distribuidas en torno al Patio de la Reina, de nueva factura. Asimismo, fue edificada la denominada Torre de Carlos I, en uno de los ángulos de la fachada septentrional, la que da a los actuales Jardines de Sabatini. Estos nuevos añadidos supusieron duplicar la superficie original del edificio. (Figura 5)
Durante el reinado de Felipe II, el Real Alcázar de Madrid conoció su conversión definitiva en palacio real. En lo que respecta a su interior, la parte comprendida entre las dos torres primitivas de la fachada meridional adoptó un aire más ceremonial, mientras que en el ala septentrional se dispuso el área de servicios.
La Torre Dorada es la aportación más relevante del rey en el Alcázar (Figura 6). Este torreón presidía el ala suroccidental del Alcázar y estaba rematado con un chapitel de pizarra, cuyo trazado recuerda la factura de las torres esquinadas del Monasterio del Escorial. A Felipe II también se debió la construcción de la Armería Real, derribada en el año 1894. Ocupaba el lugar donde hoy se alza la cripta de la Catedral de la Almudena y formaba parte del complejo de las Reales Caballerizas, dependiente del alcázar. (Figura 7)
Con Felipe III la fachada meridional se convirtió en el principal empeño del monarca. Su proyecto, encomendado a Francisco de Mora, consistía en armonizar la fachada sur a partir de las características arquitectónicas de la citada Torre Dorada. (Figura 8)
En la Nochebuena de 1734, ya reinando Felipe V, con la Corte desplazada al Palacio del Pardo, se declaró un pavoroso incendio en el Real Alcázar de Madrid. El fuego, que pudo tener su origen en un aposento del pintor de Corte Juan Ranc, se propagó rápidamente, sin que pudiera ser controlado en ningún momento. Se extendió a lo largo de cuatro días y fue de tal intensidad, que algunos objetos de plata quedaron fundidos por el calor.
Muchos de sus tesoros artísticos se perdieron, entre ellos más de 500 cuadros. Las dificultades que implicaba por su tamaño y ubicación a varias alturas y en múltiples salas y algunos estaban encastrados en las paredes. Otros pudieron rescatarse, como Las Meninas de Velázquez que se salvaron desclavadas de los marcos y arrojadas por las ventanas.
Extinguido el incendio, el edificio quedó reducido a escombros. Los muros que quedaron en pie tuvieron que ser demolidos, dado su estado de deterioro. Cuatro años después de su desaparición, en 1738, Felipe V ordenó la construcción del actual Palacio Real en el mismo lugar que estuvo el Real Alcázar.
Texto de María Isabel Moreno Zapatero.