Visitas guiadas de la Biblioteca de La Elipa: nuestra 'rara avis'
No hay nada más gratificante que contar con un grupo de fieles deseando que comience una nueva visita.
Puede que no seamos la biblioteca más nueva, ni la más grande, ni la más visible de Madrid, pero podemos prometer, y prometemos, que la ciudad vibra en nuestros pies, que tenemos nombres y caras de usuarias y usuarios, muchos de ellos mayores, que así lo atestiguan; ciudadanos que habitan nuestra colina y que van, fieles como una declaración de Hacienda, a todas y cada una de nuestras visitas guiadas; es más, bastantes incluso vienen de otros barrios.
Acuden a nuestras visitas guiadas bajo la lluvia y el frío en invierno, y ya cuando llega el momento de tomar los antihistamínicos, siempre con esa pregunta rozándoles el alma: bueno, ¿y después del verano, qué?.

El verano estalló con su monotonía de luz mientras que hacemos préstamos y devoluciones, y el techo azul afuera volvió con sus oscuras golondrinas de Bécquer, pero uno a ratos se pregunta: ¿y después del verano, qué?, mientras mira los rostros felices de toda esa gente que se marchó a sus pueblos hasta septiembre, con la esperanza de que no le quiten el próximo año su Madrid del 2 de mayo, su Madrid de los fantasmas, su Madrid de los Museos…
En la Biblioteca de la Elipa, como rara avis que somos, nos gusta meternos en el Ministerio del Tiempo, para atravesar desde la Edad Media hasta el siglo XX; conocer la familia disfuncional de Larra -lo que no es poco para un suicida de 27 años-; saber que la bomba que tiró Mateo Morral tenía un nombre simpático; que en la calle de Laso vivía un cocodrilo de verdad… no sé, esas cosas que salen en los libros, la materia prima de nuestro trabajo.
Nuestro trabajo técnico, nuestros manuales, nuestros tochos de apuntes, nos convierten en camareros de platos rebosantes de metáforas e imágenes poéticas, de ilusión y sueños. Nuestra materia prima, por tanto, no son los códigos de barra. Nosotros no “vendemos” procesos técnicos, esa solo es la tramoya que ustedes no ven y para la que nos forman. Nuestro continente tiene un contenido etéreo que nos vuela por encima de los tejados de Londres al País de Nunca Jamás…
Desde nuestras tierras del Alto Madrid, desde nuestra atalaya en La Elipa, desde nuestras salas repletas de libros -muchos más de los que afuera imaginan- comandamos exploraciones a numerosos lugares de la ciudad, y cuentan las leyendas -los usuarios y usuarias, vaya- que cada vez vienen personas de más diversa índole y procedencia de todos los lugares del Reino de Redonda.

Nosotros paseamos y paseamos y luego vivimos para contarlo: en esa casa vivió Rosa Chacel, en esa otra Clara Campoamor, por allí vio Cela de joven morir a su novia al caerle una bomba en la Guerra Civil… Nosotros pensamos que no hay nada más gratificante que contar con un grupo de fieles, bajo los paraguas o con la bufanda enrollada al cuello, deseando que comience una nueva visita.
Una de esas aguerridas usuarias, ya pasados los setenta años, una señora de un pueblo castellano que ha aprendido a leer hace poco -sí, esto todavía existe-, nos comenta que su nieta lee mejor que ella y que trae un libro que le ha recomendado su hija. ¿Cómo olvidarnos de esa cadena de transmisión oral, emocional, vital? Esa fiel de las visitas acaso no lea bien, pero seguro que algún día, mientras le da la merienda a su nieta, le cuenta cosas como por qué Daoíz y Velarde no quisieron vivir entre rejas, historias que enciendan la mecha de lo que luego será una gran escritora que todos ustedes vendrán a buscar porque nosotros le demos de alta en el sistema. El sistema es la excusa para que ustedes sueñen, porque a menudo está prohibido soñar en otras partes. Un libro es una ventana al infinito, y el infinito, comienza, para nosotros, en las calles de Madrid.
El día en que la exitosa novela de la nieta a la que su abuela hizo soñar desde La Elipa nos llegue a la estantería de novedades podemos prometer, y prometemos, que le pondremos el sello real con una sonrisa en los labios.